miércoles, 29 de octubre de 2014

Helvétius: uno de los que logró la transmutación


Johannes Friederic Helvetius

Muchos me preguntan por qué mi nickname en el cyber espacio es helvetius, bueno esta es la razón hago esta entrada en la web, no fue fácil encontrarla historia que leí alguna vez.

Helvetius, cuyo verdadero nombre era Johann Friedrich Schweitzer, había nacido en 1625, en el ducado de Anhalt. Con extraordinaria rapidez adquirió gran celebridad como médico y sabio eminente, hasta el punto de que el príncipe de Orange lo consideró imprescindible en su séquito.
Fue un tenaz adversario del arte hermético y atacó violentamente al caballero Digby y su polvo de simpatía cuando éste visitó la corte de Orange. Llegó incluso a publicar una diatriba contra aquel fraguador, que circuló rápidamente por toda la Haya.
Ahora bien, el 27 de diciembre de 1666, un desconocido solicité audiencia al médico, tal como en el caso de Van Helmont. Helvetius lo describió como hombre de unos cuarenta años de edad, bajo y de porte digno. El extranjero empezó felicitando al médico por su última obra, El Arte Pirotécnico, y luego hizo algunos comentarios sobre el libelo de Helvetius contra el caballero Digby. Después de aprobar la condena formulada por el médico, sobre el pretendido polvo de simpatía del fraguador, el visitante le preguntó si creía posible que existiese en la Naturaleza una panacea para curar todos los males.
Helvetius le contestó que conocía bien la pretensión de los alquimistas, los cuales aseguran poseer tal medicamento llamado oro potable — según había oído decir —, aunque él lo consideraba un auténtico señuelo; sin embargo reconoció que la obtención de tal fármaco era el sueño de todos los médicos.
Entonces preguntó al forastero si era uno de ellos.
El otro eludió una respuesta clara y pretendió ser un modesto fundidor de cobre que, por conducto de un amigo, había sabido que era posible extraer de los metales eficaces medicamentos. La conversación prosiguió en los mismos términos, cada cual hilando fino para hacer hablar al otro. Al fin, el visitante cambió de táctica y preguntó directamente a Helvetius si era capaz de reconocer la piedra filosofal cuando la viera.
Y Helvetius contestó:
—He leído varios tratados de adeptos célebres... Paracelso, Basilio Valentín, el Cosmopolita, y el relato de Van Helmont. Pero no pretendo ser capaz de reconocer la materia filosófica si me la mostraran.
Entonces, el extranjero se llevó la mano al bolsillo del pecho y extrajo una pequeña caja de marfil. Luego la abrió y mostró al médico un polvo de color azufre pálido.
—¿Veis este polvo, Maese Helvetius? —dijo—. Pues bien, aquí hay suficiente cantidad de piedra filosofal para transmutar cuarenta mil libras de plomo en oro.
Aspecto posible del "polvo de transferencia"
Mientras dejaba que el médico tanteara con la yema del dedo aquel polvo, habló, enorgullecido, de sus maravillosos efectos medicinales. Luego recogió la caja y se la volvió a meter en el bolsillo. Helvetius le pidió que le regalara algunos fragmentos de su polvo para hacer un ensayo con ellos, pero el extranjero se negó, alegando que no tenía autorización. Sin embargo, como pidiera pasar a otra habitación resguardada de las miradas curiosas, el médico supuso que, al fin, le daría el fragmento de la piedra. Pero se engañó, pues el extranjero deseaba sólo mostrarle unas medallas de oro que llevaba cosidas a sus vestiduras. Después de manipularlas y examinarlas atentamente, Helvetius comprobó que aquel oro era incomparablemente superior, por su maleabilidad, a cuantos había visto antes. Bajo el siguiente alud de preguntas, el extranjero negó haber fabricado aquel oro hermético y adujo que se trataba sólo de un regalo; cierto amigo extranjero le había obsequiado con aquellas medallas. Seguidamente refirió al médico una transmutación efectuada ante sus propios ojos por el hipotético amigo, e indicó asimismo que aquel adepto utilizaba una dilución de su polvo para conservar la salud.
Helvetius fingió quedar convencido, pero insinuó que una demostración palpable lo acabaría de convencer. El extranjero se negó a ello, parapetándose siempre tras una autoridad superior. Finalmente, afirmó que pediría autorización al adepto, y si éste se la daba, volvería dentro de tres semanas para efectuar una transmutación ante el médico. Helvetius le despidió diciéndose que aquel individuo era un fanfarrón y que no volvería más.
Pero tres semanas después, el forastero llamó de nuevo a la puerta del médico del príncipe de Orange. Esta vez, el extraño personaje tampoco pareció tener prisa por hacer una demostración, pues entablé con Helvetius una conversación sobre temas filosóficos. Sin embargo, el médico la desvió reiteradamente hacia el propósito inicial, e incluso lo invitó a almorzar, para ejercer más presión. El extranjero persistió en su negativa.
A continuación extracto del relato de los acontecimientos subsiguientes, tomado de la obra de Helvetius Vitulus Aureus. Este extracto, traducido directamente del latín por Bernard Husson, apareció en el número 59 de la revista Initiation et Science.
Le rogué que me obsequiara con un poco de su tintura, aunque sólo fuera la porción necesaria para transformar en oro cuatro gramos de plomo. El se dejó ablandar por mis ruegos y me entregó un fragmento tan grande como una semilla de nabo, mientras decía:
“Recibid, pues, el tesoro supremo del mundo, que no han podido entrever ni siquiera los reyes ni los príncipes”.
“Pero, ¡Maese! — protesté yo —. Ese minúsculo fragmento no será suficiente para transmutar cuatro gramos de polvo”.
“Entonces me respondió”:
“Dádmelo.”
“Y cuando yo esperaba que me diera mayor cantidad, él lo partió en dos con la uña y mojando una de las porciones al fuego, envolvió la otra en un papel rojo y me la ofreció diciendo”:
Esto será más que suficiente. 
“Decepcionado y atónito pregunté: ¿Qué significa esto, Maese? Yo dudaba ya, pero ahora me es absolutamente imposible creer que esta ínfima porción baste para transformar cuatro gramos de plomo.
“Pero él replicó”:
Lo que os digo es la verdad.
“Entonces le di mis más efusivas gracias y guardé mi tesoro, disminuido y sumamente concentrado, en una pequeña caja, mientras le aseguraba que efectuaría el ensayo al día siguiente y jamás revelaría a nadie el resultado de la prueba”.
¡Nada de eso, nada de eso! — exclamó él —. “Debemos hacer saber a los hijos del Arte todo cuanto manifieste la gloria de Dios Todopoderoso, a fin de que vivan como teósofos y no mueran como sofistas.”
Entonces fue cuando Helvetius confesó algo a su visitante. Durante su primera entrevista había tenido en las manos aquella caja con los polvos de proyección, y aprovechó la oportunidad para recoger con la uña algunas partículas y guardarlas bien, tan pronto como desapareciese el extranjero. Luego había hecho fundir plomo en un crisol y había arrojado dentro aquellos granos sustraídos, sin que se produjera transmutación alguna. El plomo había permanecido incólume en el crisol, mezclado con unas partículas de tierra vitrificada. En vez de indignarme, el extranjero se echó a reír y explicó que para conseguir la transmutación era indispensable una medida precautoria: se debía revestir el polvo con una bolita de cera, o bien envolverlo en un trocito de papel, a fin de preservarlo contra los vapores de plomo o mercurio, pues si no se hacía así, estos lo atacaban y le arrebataban todo su poder transmutatorio. Entonces dijo que tenía el tiempo justo para acudir a otra entrevista y por tanto, no podría presenciar la proyección, pero sí volver al día siguiente, si el médico quería esperarle hasta entonces.
Obra donde se dio a conocer esta historia
Este accedió gustosamente, y mientras acompañaba a su visitante hacia la salida, le hizo varias preguntas. ¿Cuánto duraba la fabricación de la piedra? ¿Cuánto costaba el magisterio? ¿Cuál era la identidad de la materia prima y del mercurio filosófico? El extranjero rió otra vez ante tanta curiosidad y replicó que le era imposible enseñar todo el arte hermético al médico en unos instantes. Sin embargo, le reveló que la Obra era poco costosa y no requería un período exageradamente largo. Respecto a la materia prima, declaró que se extraía de los minerales; en cuanto al mercurio filosófico, era una sal de virtudes celestes que disolvía los cuerpos metálicos. Terminó diciendo que ninguna de las materias necesarias para la Obra tenía un precio excesivo, y que si se utilizaba la vía breve, se podía realizar todo el magisterio en cuatro horas. Como Helvetius lanzara una exclamación de asombro, agregó que existían dos vías, pues no todos los filósofos empleaban la misma, pero que, de todas formas, Helvetius debería de abstenerse de realizar la Gran Obra, porque sus conocimientos eran insuficientes, y todo cuanto conseguiría sería perder tiempo y dinero. Con estas palabras tan poco alentadoras se despidió del médico, prometiéndole volver al día siguiente, promesa que no cumpliría.
Helvetius tenía intención de esperar el regreso del artista desconocido, pero su esposa, a quien habría informado sobre el extraño suceso, se mostró demasiado impaciente y quiso intentar la proyección sin mas demora. Aguijoneó Incesantemente a mi marido para que hiciera por sí solo la operación, puesto que sabía ya cómo proceder. Cansado de discutir, Helvetius accedió y ordenó a sus ayudantes que encendieran fuego bajo un crisol. No tenía ninguna confianza en el éxito del ensayo, y sospechaba que aquel visitante —pese a sus palabras y a su aire digno— era un charlatán que, llegado el momento decisivo, había preferido recurrir a la huida. Si su mujer no hubiese insistido tanto, él probablemente se habría abstenido de hacer tal experimento, pues las razones aducidas por el extranjero para explicar su fracaso no le parecían nada convincentes. Se le antojaba absurdo que un poco de cera o papel preservase el valor transmutatorio de aquellos ínfimos polvos. Por todo ello, procedió al experimento sin la menor Convicción.
Buscó un viejo tubo de plomo y lo colocó en el crisol; cuando se hubo fundido, su mujer echó el polvo de proyección envuelto en cera. Entonces la materia entró en ebullición y se dejaron oír fuertes silbidos. Al cabo de quince minutos, la totalidad del plomo se había convertido en oro.  Acto seguido, Helvetius refundió el oro para formar un lingote, que llevó sin tardanza a un orfebre vecino. Este lo probó con la piedra de toque y le ofreció cincuenta florines por onza. Naturalmente, el médico no quiso venderlo y empezó a mostrarlo a sus numerosas amistades. El hecho se difundió muy pronto por toda la Haya y sus contornos, hasta tal extremo, que el maestro de pruebas y supervisor de moneda en Holanda, Maese Povelius, le hizo una visita para pedirle que permitiera revisar el oro hermético en los laboratorios oficiales, bajo su dirección. Se acordó hacerlo. Lo trató siete veces con antimonio, sin lograr hacerle perder peso; lo sometió a todas las pruebas esenciales con especial meticulosidad, pero se vio obligado a reconocer que, efectivamente era oro y de una ley jamás vista.
Hasta aquí el extracto que hemos entresacado de la obra del escritor J. Sadoul.
Todavía, en el British Museum, se puede apreciar un fragmento de Oro Alquímico. El catálogo afirma que fue producido en Bapora en octubre de 1814 ante la presencia del coronel Macdonald y del doctor Colquhoun.

Extraído de:http://triplov.com/gnose/pedra_filosofal/introd.html